1. Introducción
El término “Democracia” ha cambiado su significado históricamente de acuerdo a la evolución de las sociedades mismas, al punto de erigirse como el sistema de gobierno ideal que se “articula perfectamente” con el Estado Constitucional de Derecho. En efecto, los sistemas jurídicos que giran en torno a una Constitución se caracterizan por fijar en dicho cuerpo normativo no sólo lo concerniente a los derechos y garantías de los ciudadanos sino también el sistema de gobierno y los límites y reglas generales de actuación de los funcionarios públicos en tanto depositarios del poder o mandatarios del pueblo.
Ciertamente, ese poder que es objeto de regulación constitucional constituye un concepto ineludible en la organización y funcionamiento de las sociedades desde la Antigüedad misma. Es así como, el análisis y comprensión de los elementos que lo conforman, sus características, modos de expresión y límites resultan esenciales para efectuar una adecuada interpretación de la realidad política, económica, electoral y de las propias interacciones sociales, tanto a nivel interno de un Estado como en el ámbito internacional. A lo largo de la historia, diferentes autores han abordado las características y expresiones del poder, centrándose algunos de ellos en la interacción existente entre aquél y la democracia como sistema de gobierno con arraigo constitucional. En el presente ensayo, realizaremos una breve exploración acerca de las manifestaciones del poder en las denominadas sociedades democráticas con especial énfasis en los instrumentos que se han establecido para limitar la discrecionalidad -y principalmente la arbitrariedad- de su ejercicio por parte de los gobernantes a quienes se ha otorgado la representación popular.
2. Aproximación al concepto de poder.
Múltiples son los esfuerzos que se ha realizado por formular una definición de poder en la que se abarquen todos los elementos que lo distinguen, sin que la doctrina tenga una postura unánime al respecto.
Por una parte, podemos indicar que el poder implica “la existencia de subordinación, prohibición y restricción por parte de los integrantes de un grupo frente a ciertas directrices que emanan de un elemento considerado como superior o no, al cual se le reconoce como contraprestación un grado de protección y de buena esperanza que el grupo social necesita” (García Vargas, 2009). Nótese cómo el elemento principal que se destaca en esta definición es la subordinación que debe primar entre quien manda, esto es quien ostenta el poder, y quien o quienes son dirigidos y cuya voluntad debe sujetarse a las disposiciones de aquél.
Asimismo, ya se ha propuesto diferenciar poder de «dominación» o «autoridad» (Weber, 1993). En ese contexto, Weber indica que el poder es la probabilidad de imponer la propia voluntad dentro de una relación social aún contra toda resistencia y cualquiera que sea el fundamento de su probabilidad, destacando que se trata de un concepto sociológicamente amorfo que se interrelaciona con el concepto de legitimidad que puede ser entendida genéricamente como la coherencia entre las decisiones de poder y el sistema de valores de los que deben obedecerlas (Labourdette, 1984). Una vez más se encuentra presente el elemento de la primacía de la voluntad de una de las partes que intervienen en la relación de poder, lo que se traduce en el sometimiento de parte de quienes ceden ante yal imposición.
Por otra parte, el poder se puede concebir como el instrumento por el cual se obtienen todos los demás valores, como diría Deutsch de la misma manera en que una red se emplea para atrapar peces. Para muchas personas, el poder es también un valor en sí mismo; en realidad, para algunos es, a menudo, el premio principal. Dado que el poder funciona a la vez como un medio y un fin, como red y como pez, constituye un valor clave en la política (Deutsch, 1969).
Concebido de esta forma, en atención a las fuentes de las que emana el poder y sus formas de ejercicio, el mismo puede clasificarse en: i) Poder coercitivo, el cual consiste en la capacidad de obtener obediencia mediante la privación, o amenaza de privación, de la vida, la integridad, la libertad o las posesiones, por medio de la fuerza; ii) el poder persuasivo que consiste en la capacidad de obtener obediencia mediante la unificación de las preferencias y prioridades ajenas con las propias, convenciendo a los que tienen que obedecer de la bondad, justicia o corrección de los objetivos o el modelo de orden
proyectado. La ideología es el instrumento de este tipo de poder; y, iii) el poder retributivo se basa en la obtención de obediencia mediante el establecimiento de una relación de intercambio, de do ut des1. El que obedece lo hace a cambio de que el que manda le dé algo. Es decir, que este tipo de poder se basa en una relación de utilidad mutua entre el que manda y el que obedece (Bouza Brey, 1991).
En otros términos, en una relación de poder coexisten una posición dominante y una posición de sumisión, la cual puede entablarse por coerción, persuasión o retribución. De esta forma, cuando nos referimos al poder que ejercen los funcionarios estatales frente a la ciudadanía, nos encontramos en presencia de un poder ejercido por coerción donde la colectividad debe ceñirse a lo que dispongan las autoridades. Desde luego, como lo abordaremos en párrafos infra, el ejercicio del poder estatal en los Estados Democráticos Constitucionales de Derecho no es absoluto sino que se encuentra presente de forma categórica la sujeción de los funcionarios a la legalidad y el respeto de los derechos y garantías fundamentales de las personas.
3. Los signos distintivos del poder.
Establecidos los elementos esenciales que conforman la concepción del poder, es pertinente referirnos a las principales características que lo distinguen, siendo tales:
i) Jerarquía: El poder tiende a estructurarse en jerarquías, donde unos individuos o grupos ejercen autoridad sobre otros, sea de forma legítima como de manera arbitraria, por auto imposición. La jerarquía constituye un orden de prelación en la toma de decisiones. Esta jerarquía puede ser formal, como en el caso del aparataje estatal, o informal, como sucede con las estructuras sociales tradicionales. En adición, conviene señalar que una sociedad con larga distancia jerárquica y de poder acepta una amplia autoridad y poder dentro de las organizaciones que la integran, de esta manera los funcionarios con conductas formales muestran respeto para con las personas que tienen algún grado de autoridad, es decir, se tiende a ampliar las desigualdades de poder en la organización, generando en algunas personas temor al relacionarse con personas que tienen autoridad superior (Hofstede, 1993) -lo que puede explicar el mismo comportamiento de los electores en los comicios que se
celebren para elegir a sus representantes-. En contraste, en una sociedad con corta distancia jerárquica y de poder, se tiende a reducir las desigualdades como sea posible, observándose que los superiores mantienen la autoridad y sus colaboradores no sienten temor al relacionarse con ellos (Citado por Zapata, 2007).
ii) Coerción: En general, se ha destacado el peso que tiene poseer recursos materiales, entre los cuales los medios de coerción física y de producción serían los más relevantes para asegurar la voluntad de obedecer de los subordinados. Con este enfoque, se entiende que el acaparamiento de estos recursos facultaría a ciertos grupos a utilizarlos a manera de sanciones e incentivos que alinearían las motivaciones de los subordinados a su propia voluntad, principalmente a través de dos mecanismos. Por un lado, el uso de la fuerza o la amenaza de violencia pueden emplearse para restringir a los subordinados a tomar determinados cursos de acción por temor a las consecuencias que podrían derivar de su desobediencia. Por otro lado, el hecho, la promesa o la expectativa de obtener beneficios o remuneraciones de diversa clase pueden utilizarse para inducir a estos actores a seguir ciertos cursos de acción que tienen el fin de satisfacer sus propias necesidades. En ambos casos nos encontramos frente a mecanismos que producen la voluntad de obedecer a través de un constreñimiento que es impuesto externamente a quienes obedecen (Aragón y Sánchez, 2022).
4. Las Democracias Constitucionales y las limitaciones al poder.
En primer término, es menester recordar que la democracia -y particularmente la democracia liberal-, se debe definir como un sistema político basado en el poder popular, en el sentido que la titularidad del poder pertenece al demos, en tanto que el ejercicio del poder se encuentra en manos de representantes elegidos periódicamente por el pueblo. En términos de ejercicio, por lo tanto, el poder popular se resuelve en el poder electoral (Sartori, 1994).
Es por ello que la democracia contemporánea establece algunos atributos permanentes básicos para identificarla, que están dados por ciertos valores, principios y reglas de procedimiento. Especial atención merecen la libertad y la igualdad esencial de todas las personas. Luego, los principios están dados por la autodeterminación del pueblo y el
respeto y garantía de los derechos humanos en cuanto derechos universales, indivisibles, complementarios, inalienables e imprescriptibles.
Las reglas de procedimiento, en cambio, están conformadas por el gobierno de la mayoría en el respeto de los derechos humanos de todos; la exclusión de la violencia como método de acción política; el pluralismo ideológico y político, las elecciones periódicas libres, informadas y transparentes, la distribución del poder del Estado en órganos con diferentes competencias sometidos a controles jurídicos y políticos; la posibilidad de alternancia en el gobierno; la independencia de la judicatura, la responsabilidad jurídica y política de los gobernantes, la autonomía de los cuerpos intermedios de la sociedad y la vigencia de un Estado Constitucional, que distingue entre poder constituyente y poderes constituidos, que explicita la supremacía constitucional y establece controles jurisdiccionales de constitucionalidad (Nogueira Alcalá, 2016).
Adicionalmente, no debe soslayarse que una de las exigencias derivadas de la concepción moderna de democracia es la representatividad. Algunos autores han señalado la necesidad de que el concepto de democracia conlleve un equilibrio armónico entre participación y liberalismo. En ese contexto, la invocada noción de democracia como arbitraje entre componentes antagónicos de la vida social no se limita a la idea del gobierno de la mayoría. Implica ante todo el reconocimiento de un elemento por otro, de cada elemento por los demás, y, por ende, tanto la conciencia de lo que une esos elementos como de lo que los separa. Eso es lo que opone más claramente esta noción arbitral a la imagen popular o revolucionaria de la democracia, que tan a menudo lleva en sí un proyecto de eliminación de las minorías o de las categorías opuestas a lo que se considera el progreso (Touraine, 1992).
En el mismo sentido, Loureiro (2009) destaca que el gran desafío de la teoría y de la práctica democrática hoy en día radica en el perfeccionamiento de la democracia representativa (incluidos sus vínculos con la participación ciudadana más allá del voto), y no en la reducción de las esferas de decisión por parte de los representantes elegidos o incluso en la substitución por otros actores políticos.
Por otra parte, por constitucionalismo podemos entender el sistema que establece derechos jurídicos individuales que el legislativo no puede anular o transgredir (Dworkin, 1995). Así
lo ha confirmado la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia de El Salvador al indicar en sus resoluciones que “en tanto norma jurídica fundamental, la Constitución vincula a todos los poderes públicos, incluido el Legislativo, quien no puede emitir actos normativos abstractos y concretos contrarios a los preceptos constitucionales. Lo anterior configura la esencia del Estado Constitucional de Derecho, que se caracteriza, entre otros aspectos, por: (i) la primacía de la Constitución sobre los tratados, las leyes secundarias y otros actos de los poderes públicos; y (ii) la existencia de una instancia jurisdiccional competente e independiente, capaz de hacer valer dicha supremacía” (Sala de lo Constitucional, 2016).
Las democracias constitucionales, por tanto, constituyen sistemas políticos organizados en torno a una Constitución en cuyo texto se insertan normas que determinan límites al ejercicio del poder, entre las que podemos anunciar la alternancia de la Presidencia, el derecho a la insurrección para restablecer el orden constitucional alterado, los mecanismos de control interorgánicos, etc., cuyo fin ulterior es evitar la concentración del poder en un solo individuo o grupo -propia de los Estados autoritarios o absolutistas-, asegurando el respeto a los derechos y libertades de los ciudadanos.
En efecto, como apunta Virguez Ruiz (2015) la constitucionalización de derechos no es incompatible con la democracia ni anula totalmente el desacuerdo. Los derechos necesarios para la democracia parten de una cultura de los derechos compartida en las comunidades actuales, y gozan de cierta objetividad que les per-mite sustraerse de las decisiones de las mayorías, sin que esto signifique que exista consenso general sobre su contenido como lo demuestra la práctica jurídica constitucional.
Gargarella y Courtis (2009), exponen que, en respuesta a los problemas de democracia ocasionados por las dictaduras, crisis institucionales y programas de reajuste económico estructural, los países latinoamericanos adoptaron amplios catálogos pretendiendo con ello una mejoría de las prácticas políticas democráticas.
Siguiendo a los autores en mención, se advierte que según la Carta de la Organización de los Estados Americanos la democracia representativa es condición indispensable para la estabilidad, la paz y el desarrollo de la región, instaurándose como uno de los propósitos esenciales de la Organización (OEA), demandándose la organización política de los
Estados americanos sobre la base del ejercicio efectivo de la democracia representativa. Tales postulados fueron afianzados en la Carta Democrática Interamericana, estableciendo dicho instrumento en el art. 2 que “El ejercicio efectivo de la democracia representativa es la base del estado de derecho y los regímenes constitucionales de los Estados Miembros de la Organización de los Estados Americanos. La democracia representativa se refuerza y profundiza con la participación permanente, ética y responsable de la ciudadanía en un marco de legalidad conforme al respectivo orden constitucional”.
Sumado a lo anterior, se reconocen como elementos esenciales de la democracia representativa, entre otros, el respeto a los derechos humanos y las libertades fundamentales; el acceso al poder y su ejercicio con sujeción al estado de derecho; la celebración de elecciones periódicas, libres, justas y basadas en el sufragio universal y secreto como expresión de la soberanía del pueblo; el régimen plural de partidos y organizaciones políticas; y la separación e independencia de los poderes públicos. Así también, los Estados signatarios de la Carta afirman que los componentes fundamentales del ejercicio de la democracia son la transparencia de las actividades gubernamentales, la probidad, la responsabilidad de los gobiernos en la gestión pública, el respeto por los derechos sociales y la libertad de expresión y de prensa. La subordinación constitucional de todas las instituciones del Estado a la autoridad civil legalmente constituida y el respeto al estado de derecho de todas las entidades y sectores de la sociedad son igualmente fundamentales para la democracia.
En este punto, retomamos nuevamente la temática objeto de este breve estudio: Las limitaciones a la discrecionalidad en las democracias Constitucionales. Ya nos hemos referido a la significación y alcances del poder, lo que se acentúa en el ejercicio del poder político. También abordamos los elementos principales de las Democracias en el marco del Estado Constitucional de Derecho, caracterizada en lo medular por propiciar el equilibrio material y concreto (más allá de lo estrictamente formal o enunciativo) entre los derechos y garantías cuya titularidad se reconoce a las personas y el ejercicio del poder público.
El desarrollo de elecciones libres, el sufragio universal, la representación efectiva y la participación plena en los eventos electorales son, en principio, los atributos ineludibles de un sistema de gobierno democrático. No obstante, si bien la coexistencia de los citados
presupuestos es reveladora de una democracia institucionalizada, resulta insuficiente para compatibilizar el concepto de Democracia con el de Estado Constitucional de Derecho, lo que requiere un estricto respeto a las libertades civiles y los derechos políticos, la eficiencia política y la calidad institucional y el ejercicio de poder efectivo para gobernar, lo que incluye la capacidad para diseñar, implementar y evaluar políticas públicas que aseguren justicia y bienestar social y, en paralelo, eficiencia económica.
Desde esa perspectiva, Liphart (2000) enuncia como indicadores de la calidad democrática: i) Una amplia representación parlamentaria de las mujeres; ii) igualdad política, medida a través de la ausencia de grandes desigualdades económicas; iii) participación electoral, como indicativo del interés de los ciudadanos en ser representados; iv) satisfacción con la democracia; v) proximidad o distancia entre gobierno y votantes; vi) responsabilidad y transparencia; y, vii) requisito del gobierno de la mayoría.
La interrogante que debemos responder entonces es ¿las limitaciones impuestas al ejercicio del poder en los Estados Constitucionales de Derecho son suficientes para garantizar una plena vigencia de una Democracia de calidad?
En el título de este ejercicio académico nos referimos al concepto de discrecionalidad, atributo del despliegue de las funciones encomendadas a los titulares del aparataje estatal, es decir a los funcionarios públicos en la materialización del poder que les ha sido conferido. Las potestades discrecionales son aquellas que habilitan para que el ejercicio del poder se lleve a cabo de forma libre pero sobre todo prudente, mismas que existen desde los inicios del Estado. Fueron los juristas franceses de fines del siglo XVIII los que inventaron el conflictivo planteamiento del acto discrecional, como opuesto al acto reglado por la ley. La discrecionalidad, entonces, concebida como una potestad pública no sujeta a la ley, fue la teoría liberadora de ciertos actos del Ejecutivo, del control jurídico que sobre ellos pudiera ejercitarse, ya que, no estando sometidos al rigor de la legalidad, no había manera de encuadrarlos en un marco que se reputaba inexistente con respecto a ellos.
Ahora bien, la doctrina ha reconocido con énfasis que en todos los actos provenientes de este poder hay elementos reglados suficientes como para no justificarse, de ninguna manera, una abdicación total del control sobre los mismos (García de Enterría, 1962). De ahí que, las potestades discrecionales puedan definirse como aquellas que otorgan a la
Administración un margen de libre apreciación, a efecto de que luego de realizar una valoración un tanto subjetiva, ejerza sus potestades en casos concretos y decida ante ciertas circunstancias o hechos, cómo ha de obrar, o en si debe o no obrar, o que alcance ha de dar a su actuación siempre respetando los limites jurídicos generales y específicos que las disposiciones legales establezcan (Sala de lo Contencioso Administrativo, El Salvador, 2013).
La discrecionalidad en el ejercicio del poder, por tanto, se traduce en un margen amplio de actuación por parte de las autoridades estatales para la toma de decisiones cuando el mismo ordenamiento jurídico así lo ha previsto. En puridad, la discrecionalidad, cuando es ejercida en forma adecuada no resulta atentatoria de la Democracia; por sí misma no supone un menoscabo de los derechos y garantías de los ciudadanos y, consecuentemente, un detrimento de la representatividad y la participación política. Sin embargo, la discrecionalidad desmedida, injustificada, carente de motivación y hasta cierto punto “caprichosa” puede desbordar en una arbitrariedad del poder, lo que sí generaría los efectos perniciosos a los que hemos hecho alusión. Este es el leit motive que inspira a las Asambleas Constituyentes al momento de redactar las aspiraciones de la sociedad que se encuentran contenidas en el texto constitucional.
Sin demérito de lo anterior y pese a los significativos esfuerzos por adecuar las normas jurídicas (con especial énfasis en las de orden constitucional) a las actuales exigencias que se derivan del concepto de Democracia y limitar la discrecionalidad en el ejercicio del poder con miras a evitar una arbitrariedad manifiesta, debemos destacar que aquéllas son insuficientes para que los ideales implícitos en la noción de Democracia tengan plena vigencia.
La regulación normativa mediante preceptos de rango constitucional, la buena voluntad de los Estados en unir esfuerzos a nivel supranacional, fijar compromisos con sus pares, realizar adecuaciones a sus ordenamientos internos son medidas que aún le adeudan mucho a la Democracia y que no han tenido la capacidad de impedir la falta de participación ciudadana en los comicios electorales (cada vez más notoria con altos niveles de ausentismo, apatía, incredulidad en las propuestas y candidatos, etc.), lo cual puede debilitar la verdadera representatividad democrática.
La corrupción, el clientelismo político y el tráfico de influencias son circunstancias que, como bien lo establecen tanto la Convención Interamericana contra la Corrupción como la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción, erosionan la democracia, socavan la legitimidad de las instituciones gubernamentales y políticas, pero su combate eficaz no puede confiarse sólo a un instrumento normativo, es necesario que exista voluntad de los funcionarios del gobierno de turno para adoptar las medidas correctivas pertinentes.
Las limitaciones formales a la discrecionalidad, establecidas desde el punto de vista jurídico, no han sido capaces de erradicar la desigualdad económica (y la consecuente distribución desigual del poder real en la sociedad), la falta de educación, salud, satisfacción de necesidades básicas y sensibilización del rol que el ejercicio de los derechos y deberes políticos desempeña en la dinámica social.
Resulta cuestionable también la falta de diálogo entre los principales actores políticos, la deslegitimación mediante argumentos falaces y con el mero desprestigio personal de los candidatos, la generación de divisiones mediante la desinformación de la sociedad y la manipulación de la opinión pública.
La única respuesta posible a la pregunta que nos formulamos anteriormente es que las limitantes a la discrecionalidad del poder en las Democracias Constitucionales requieren ser complementadas con medidas de orden pragmático que permitan la consecución de los tan anhelados justicia, bien común, cohesión social, representatividad, legitimidad del poder.
5. Conclusión
El poder constituye un elemento ineludible en las organizaciones sociales a nivel global. En las democracias constitucionales, se han establecido instrumentos y mecanismos para limitar la discrecionalidad y sobre todo la arbitrariedad del poder y proteger los derechos y garantías fundamentales de los ciudadanos que se encuentran reconocidos en las normas de rango constitucional. Sin embargo, estas limitantes se quedan cortas para evitar que se cometan acciones que desgasten los sistemas democráticos. El régimen constitucional no ha sido capaz de evitar que se lleve a cabo su propia modificación de forma unilateral y sin seguir los procedimientos previamente establecidos, que se deroguen y reformen leyes electorales en perjuicio de la ciudadanía, que los partidos políticos no signifiquen una
opción para el electorado, capturando adeptos a base de marketing y sin brindar propuestas de solución a las necesidades de los ciudadanos, etc. La búsqueda de un equilibrio adecuado entre el poder y la limitación de su abuso es un reto permanente en la construcción y mantenimiento de sociedades justas y democráticas que no sólo puede resolverse con normas constitucionales o con tratados internacionales sino que requiere la buena voluntad de los actores políticos.
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